En las pasadas elecciones de los Estados Unidos hubo una bandera que Donald Trump agitó con mucha fuerza, y ya lo había hecho en el pasado, dijo que “haría grande América de nuevo”, pero lo que no dijo es que para hacerlo iba a destruir hogares, familias enteras, violaría las leyes y se burlaría de todos. Dijo que solamente los inmigrantes ilegales, los que hubieran cometido delito, los que tuvieran orden de deportación se verían afectados; los que estuvieran bajo el manto de la ley no debían de preocuparse.

Hoy vemos que fue mentira, que sus aires de emperador romano, que su arrogancia de clase, que su formación desprovista de humanidad apoyado en la inoperancia y permisividad del gobierno de Biden, son la cara dantesca de un presidente desalmado al que no le importa el bienestar de la gente ni de nadie. Su discurso “cristiano”, su afán por mostrarse como un buen Presidente se estrella en las lágrimas inocentes de personas que tenían toda una vida en los Estados Unidos y vieron esfumarse todo de un plumazo.

Solamente queda la justicia divina para revertir tanta maldad, porque confiar en los políticos no es una buena idea. Los hispanos sabemos reponernos de los malos tiempos y hay que comenzar a hacerlo pronto